Premiados

3º Premio 2012 (compartido)

Tordiyo Tuerto

Por Alberto Zárate (Socio A-075) Luján

El carro se había encajado hasta más de medio rayo. Había llovido bastante los últimos días. Esa parte del campo era baja y la huella se hacía intransitable.
Pero Cirilo, por ganar un poco de tiempo encaró por ese callejón. El tordillo era un buen caballo de tiro, fuerte, resistente. Bastante frisón y de una respetable alzada. Hasta allí había llegado, pero no pudo seguir adelante pese a sus esfuerzos. El peón, que era bastante hereje, le metió azotera hasta que se le acalambró el brazo. Furioso, se zambulló en el barrial y tironeando del freno con la zurda, con la derecha comenzó a garrotearlo por la cabeza con el cabo del arreador. Hasta que le reventó un ojo.
El pobre animal allí quedó, medio ahogado por la pechera y el ojo sangrando.
Cirilo enderezó para las casas de la chacra. Llevaba aún el arreador en la mano. Era casi el mediodía y la peonada ya había sido llamada por la cocinera. Uno de los peones con cierta antigüedad en la chacra se estaba lavando las manos en la bomba pie de molino
Allí vio llegar a Cirilo embarrado hasta arriba de las botas, colorado de rabia y murmurando imprecaciones. Sorprendido, Jacinto -que así se llamaba el peón que estaba en la bomba- preguntó que había pasado y Cirilo maldiciendo al tordillo contó a su manera el episodio, ocultando el daño que le había ocasionado al pobre animal.
Los demás peones, en vez de entrar en la cocina, se reunieron en el patio. Conocían la guapeza del tordillo y les extrañaba que no hubiera podido sacar el carro. Jacinto y Cirilo no habían congeniado nunca, debido precisamente a lo maltratador del segundo con los animales. Jacinto había llegado un día de a caballo pidiendo trabajo, muy bien montado. Al patrón le gustó el porte del hombre y lo conchabó permitiéndole tener su alazán.
Cirilo había llegado a pie en tiempo de cosecha y al final había quedado suplantando ha un viejo, que por su bichoquera, había decidido irse al pueblo a vivir con una hija.
En medio de los comentarios y cuando nadie lo hubiera esperado, apareció el pobre tordillo trayendo el carro. Cuando recuperó un poco de fuerzas y pese al dolor que seguramente sentía en el ojo, el noble animal tirando solo había salido del pantano.
El primero en arrimársele fue Jacinto, dispuesto a desatarlo allí nomás, y al ver la anteojera ensangrentada, al sacarla sintió una rabia sorda dentro del pecho, que largó fuera con un grito: “-¡Animal! ¡Le reventaste el ojo!”. Y volvió hacia el patio mientras otro peón desataba al apaleado animal.
Jacinto tomó el arreador que había quedado sobre un banco, arrolló la trenza y sus dedos se cerraron sobre el cabo. Encaró furioso a Cirilo diciéndole: “-¡Defendete!”. Alguno quiso pararlo a Jacinto pero la mirada y la actitud del paisano lo hicieron desistir.
Volvió a decir: “-¡Defendete!” ya atropellándolo al otro. Desesperado, Cirilo peló la cabo amarillo y le mandó una puñalada como para partirlo al medio, pero Jacinto la cuerpeó y a la pasada le acomodó tremendo palo en el ojo. Cirilo cayó de rodillas, soltando la cuchilla y tomándose la cara con ambas manos.
En eso, del interior de la casa salía el patrón en mangas de camisa y en cabeza todavía masticando: “-¿Qué diablos pasa aquí?”. Los peones lo pusieron al tanto y ordenó a un muchachón de unos catorce o quince años: “-Abrí el galpón que voy a sacar la chatita pa’ yevar a este al hospital del pueblo! ¡Y saquelén esas botas embarradas!”. Sacó la Ford A y abriendo la puerta izquierda dijo: “-¡Subalón! Vos muchacho veni conmigo por cualquier cosa.” Caminando vacilante, sujeto por dos hombres, calzando alpargatas y con un pañuelo ensangrentado apretándose el ojo subió Cirilo. Salió la camioneta medio resbalando en la huella, pero llegó sin problemas al camino principal y tomó rumbo al pueblo.
Mientras los demás comían Jacinto curó y bañó al tordillo. Luego se puso a ensillar despacio y a recoger sus pilchas acomodando todo en la maleta de lona. Y allí quedó junto al palenque y al montado, fumando, esperando la vuelta del patrón. Cuando éste regresó, volvió a guarda la Ford A en el galpón, ya que la usaba solo cuando tenía que ir al pueblo, y llamó a Jacinto. “-Mire Jacinto…” -comenzó a decir- “-No No diga nada patrón. Ya sé que tengo que dirme. No tengo más que montar y salir. He pelea’o en su casa y yo sé que usté respeta la ley que dejó alguna vez el fina’o su padre: En ésta chacra no debe haber peleas, y si las hay el que pelió debe dirse.”
El patrón miró a los ojos a su peón y le dijo: “-Gracias por hacérmela más fácil. Usté sabe que lo aprecio como buen peón y mejor hombre, pero las cosas son así.” “-Ta bien patrón. L’único que le viá pedir que lo haga curar bien al tordiyo y lo siga manteniendo siempre. ¡Nunca vi un cabayo más guapo que ese!”. “-Quédese tranquilo. El Tordo no se irá nunca de esta chacra.”.
El peón extendió la mano, que el patrón apretó fuerte. Luego se despidió de sus compañeros. Mientras apretaba la cincha vio de reojo que la hija de la cocinera, dando media vuelta sobre sus talones y llevándose el delantal a sus ojos entró casi corriendo a la cocina.
El hombre montó y salió al tranquito. Uno de los peones más viejos le grito: “-¡Que tengás mucha suerte, hermano!”, Jacinto sujetó y mirando atrás se tocó el ala del sombrero. Al llegar al camino tomó para el lado contrario del pueblo, y siempre al tranco se perdió en la distancia.
Pasó un tiempo. Un día, un vecino que pasaba en sulky se detuvo en la tranquera para que bajara un hombre. Éste agradeció y rumbeó para las casa. Al ir llegando vio a la hija de la cocinera barriendo el patio. Al preguntar por el patrón, recibió una seca respuesta: “-Ya irá a yegar. ‘Ta cayendo el sol”. El hombre se sentó en el banco apoyando la espalda en la pared de la cocina. La cocinera salió con un mate y se lo ofreció en silencio. Al rato cayó el patrón y el hombre levantándose, se arrimó con la boina en la mano. “-Güenas patrón”. “-Ah! Sos vos Cirilo. Ya estás cura’o?”. “-Si patrón, ya me dieron de alta en el hospital, pero he perdido el ojo, vio?”. “-Ajá! Bueno, agarra tus cosas y andate”. “-¿Cómo? ¿Me echa patrón?”. “-Así es. En esta chacra hay lugar pa’ un solo tuerto”.


3º Premio 2012 (compartido)

La Determinación

Por Reinaldo M. Caime (Ensenada)

Durante el verano podían oírse voces, latigazos y cencerros provenientes de algún carretón que enterraba bueyes y ruedas hasta desgastar su figura en el horizonte. Sin embargo, los sonidos habituales de aquel páramo sofocante eran otros: el canto alerta del tero, las correrías del ñandú, el grito altanero del chajá o los relinchos de alguna tropilla sin rumbo por la interminable llanura.
Entre tunas, algarrobos y algo de tierra arada, el caserón de maderas y piedras aparecía como una posta en medio del riguroso paisaje. A poca distancia, complementándose, el oxidado molino entregaba su saludable líquido a los enfermos de sed que el desierto le acercaba.
Aquella tarde, a unas leguas de allí, la sombra de un árbol complacía a dos figuras que embriagadas de calor deliberaban en silencio. El intenso resplandor y el aire sofocante apuraron la drástica determinación: lo matarían en la mañana aprovechando la ventaja del viento.
Eran hermanos. Los dos conocían la violencia, y aquellos descampados eran testigos que no pedían ni tenían misericordia y porque eran hermanos, bastó con mirarse para decidirlo.
El día después amaneció con presagios de tormenta.
El hombre salió del granero pensativo y una liebre asustada cruzó velozmente su sorpresa. Sin dudarlo, entró en la casa en busca de su incondicional compañera de doble caño y al salir buscó al animal graduando suavemente el gatillo, pero fue inútil: los pajonales siempre le negaban el gusto de un tiro. Resignado, tomó el balde repleto de maíz y caminó hasta el corral.
En lo alto, majestuoso de sol un carancho no distraía sus ojos de las secas puntas de los pastos, que acusaban un inquietante temblor.
El granjero abrió la tranquera, colgó la escopeta de un tronco, y fue al inclinarse para retomar el balde cuando lo invadió ese especial olor que conocía desde niño. Giró la cabeza lentamente y se enfrentó a una mirada febril que casi lo tocaba. Pensó en el arma aunque sus dedos temblorosos no se atrevieron  a tantearla, pero como el coraje repudia las dudas alargó el brazo decidido, solo que ya era tarde, pues otro detrás de él avanzaba silenciosamente asesino.
Los gritos y gruñidos asustaron al carancho que prudentemente buscó el ramaje más alto para presenciar la desigual lucha.
La ejecución fue rápida.
El cuerpo del predestinado quedó desarticulado como una marioneta entre los barrotes de la cerca en donde aún, descansaba el al arma coloreada de sangre.
El ave emprendió vuelo.
En cambio los asesinos se tendieron fatigados bajo el frondoso paraíso del patio.
La pampa supo que el horror de esa muerte no llevaba venganza por deudas o celos, ya que los pumas cebados se enferman de odio e implacable y sucesivamente necesitan matar. Se les hace costumbre y el calor los anima. Desconocen el miedo y recorren largas distancias acechando. Cuando atacan, clavan los colmillos convulsivamente, pero no comen a la víctima.
Gozan de su estertor.


1º Premio 2011
Por Amistad
Por Rigoberto Cardoso (Gral. Madariaga)

La galopeada había sido larga. Después de la siesta del sábado, cuando aflojó el calor salieron al galopito corto como para no cansar los caballos.
De pura casualidad, los dos habían ensillado pingos “bayos”, pelajes parecidos, aunque fijándose bien uno era “bayo encerado” y el otro “huevo de pato”.
Los recados no tenían lujo ni platería pero mostraban una gran prolijidad, con los cojinillos bien cortados y gran parte del soguerío trabajado por sus dueños con abundancias de bombas y esterillados.
Hicieron un alto cerca de un arroyo; desensillaron y ataron a cabresto los caballos que tomaron agua y empezaron a comer.
Con una leñas de cardo y duraznillo hicieron un fuegüito y empezó a correr el mate.
Durante el alto hablaron de todo un poco; de las carreras del domingo pasado, del “garrote” del “Tostao de los Mamonde”; del baile que se armó en el boliche; de trabajos en soga, de tropillas, de hacienda…
Hasta que tocaron el tema principal y motivo de ese viaje: la visita al Hospital para ver al amigo accidentado hacía ya unos meses a quien habían traído después de haberlo asistido en la Capital.
-A mi me contó el hermano que no va a poder caminar nunca más -dijo Cholo-; ¡lo que estarán pasando él y la familia! Yo estaba pensando en darle unos pesos, pero ¿cómo hago pa’ no ofenderlo? -Para disimular el temblor de su voz le pegó un violento chupón al mate que sonó a vacío-
Rufo se tiró el sombrero para atrás, se aflojó el pañuelo del cuello, como si le costara respirar y comentó: -Y todo por una rodada… que nos puede pasar a vos o a mi en cualquier momento. Y no es porque no haya sido bien de a caballo, era domador y de los buenos. Parador con el cabresto en la mano… Lo he visto más de una vez. Y no montaba un bichoco, iba en “el picazo”… ¿Qué te parece si ensillamos y seguimos viaje?
-Vamos, dijo Cholo con alivio, viendo que podían poner fin a una conversación que se estaba poniendo triste.
Temprano llegaron al pueblo. Fueron al corralón de Don Rómulo, dejaron los caballos en buenas manos y se llegaron a la fonda. Un churrasco y un vaso de vino, calmaron sus necesidades. Después a la calle rumbeando al Hospital.
Aunque hicieron el paso lento, llegaron y fueron conducidos a presencia de su amigo “Pancho”.
Les latía fuerte el pecho cuando se estrecharon las manos. No podían creer que este hombre, semi acostado en la cama, con las piernas rígidas, fuera el mismo que hasta hace unos meses antes lo habían visto trajinando en el corral, llegar del campo con un cuero fresco en el anca, galopeando sus redomones, ensartando un costillar con paleta o tocando la guitarra y cantando alguna milonga.
“Pancho” se alegró muchísimo, porque su presencia le traía el recuerdo de las cosas de la estancia, del trabajo, de sus amigos y hasta le pareció que volvía a sentir la caricia del viento, el calor del sol y el galope de su caballo.
Preguntó por todos y así se enteró, que en esos días, se había retirado Don Juan el mayordomo; que habían traído un lote de cien vaquillonas y cuatros toros de raza negra; que habían prohibido en la estancia bolear avestruces. Hasta que la conversación volvió a caer en las famosas carreras del domingo y el “garrote” del “Tostao de los Mamonde”.
-Pero si al “tostao” me animo a ganarle con mi “picazo”, bueno… me animaba. No sé si sabían que nunca más voy a volver a caminar… -dijo “Pancho” con voz apagada y triste-
-Pa’… los patos… que noticia que me das. Te vamos  a estrañar hermano… pero “el picazo” te va a estrañar más! ¡Qué caballo tenés! Yo te he visto trabajar en el corral; reseriando; luciéndote con él en los desfiles… y en los trecientos de afuera no has perdido nunca. ¡Cómo me hubiera gustao un flete parecido!
-Y si tanto te gusta llevalo.
-¿Cómo llevalo? Si tuviera bastante plata lo compraría, pero “el picazo” vale mucho y yo todo lo que tengo es esto… -Ahí nomás, dio vuelta el tirador y sacando muchos billetes y grandes, los puso en manos del enfermo que no quería aceptarlos-
-Pero hermano, como me vas a dar tanta plata por un caballo por bueno que sea. Con esto te podés comprar no uno… cinco por lo menos.
-Mirá, no me gusta discutir mucho menos de negocios, pa’ mi eso vale el caballo de un amigo. Un apretón de manos y ¡negocio hecho!
Dirigiéndose a su amigo le preguntó: - Le pegamos galope de vuelta, hermano?
Hubo un nuevo entrechocar de manos, saludos a los conocidos y una promesa de próxima visita.
Fueron al corralón, ensillaron y salieron al tranco sin cambiar palabra.
Cuando llegaron al camino, Rufo rompió el silencio:
          -Disculpá que me meta en tus cosas. La plata que pagaste es tuya y sos dueño de hacer lo que quieras, pero ¿qué caballo le compraste a “Pancho”?
-“El picazo”, el crédito, el regalón… el que montaba el día que tuvo la rodada.
-Sigo sin entenderte. “Pancho” se desmayó con el golpe y así lo trajeron al Hospital de donde no ha salido, pero… “el picazo” se descogotó y murió en el momento
Cholo taloneo su “bayo” y al tiempo que inclinaba su cuerpo invitándolo al galope, le toco el cuarto con el rebenque y alzando apenas la voz, contestó:
-Ya sé hermano, pero ¿qué necesidá había de darle otra mala noticia al pobre “Pancho”?



2º Premio 2011
De Pocas Palabras
Por María Rosa Rzepka (Florencio Varela)

Dicen que el rancho se parece al dueño. Y ha de ser así: hace unos cuarenta años largos, mi infancia deambulaba por el paisaje abierto de nuestra llanura pampeana, en lo que trataba de ser una colonia de agricultores, con su correspondiente arroyo que traía las aguas de las sierras de Balcarce.
La vida era simple entonces; sin grandes sobresaltos, como no fuera que me pescaran corriendo las gallinas o bañándome en la laguna.
El sol salía limpio en las mañanas y era un enorme globo rojo al atardecer, cuando los animales buscaban refugio para pasar la noche.
Aspiro el recuerdo del fuego en la cocina a leña, el querosén del farol, la grasa de pella derritiéndose, las verduras y frutas de estación, y tantas otras cosas.
Y entre esos recuerdos, surgen las anécdotas que se contaban acerca de tres hombres que vivían solos, cada cual en su rancho. Por obra y gracia de la tradición oral se les iban sumando detalles, virtudes y semejanzas.
Uno el “Vasco” Cortagerena, con su infaltable boina, bigotes canos; era un excelente trenzador de tientos y no pocas maravillas salían de sus manos callosas: lazos, cabrestos, maneas, cabezadas, etc. Nunca habló de su estado civil. Al parecer había nacido mayor y solitario. Su rancho estaba no lejos de la tranquera de salida a la calle principal, por lo que él sabía con certeza si había pasado algún jinete o vehículo, a que hora y con que dirección, de día o de noche. Contrariamente a los demás vascos, jamás ordeñó una vaca ni cultivó sus pocas hectáreas; debía vivir de los encargues que le hacían los paisanos para la caballada. Eso sí, tenía una habilidad muy apreciada, curaba las bicheras de palabra; por lo tanto animal agusanado que anduviera cerca, seguro terminaba siendo salvado por el “Vasco”.
Me parece verlo sentado en unas caderas de vaca forradas con cuero, su perrito blanco dormitando cerca y la boina disimulando la mirada del viejo. A saber por mis hermanos, tenía un amplio repertorio de historias, y más aún, si había una copita de grapa para entonar el garguero
Otro personaje era el “Tuerto”; simplemente el “Tuerto”. Apellidos y nombres borrados por la desgracia de tener un ojo vacío. Era bajo, de contextura pequeña; se diría que al igual que el “Vasco”, nació viejo, pero además gris. Taciturno, parco, solo hablaba con la yegua que ataba a su carrito verde. Cultivaba algunas verduras y frutillas que otro vecino le vendía en la ciudad. Dos o tres perros flacos seguían su carro, lo que daba lugar a más de una trifulca cuando pasaban cerca de las casas donde también había perros. Pero el “Tuerto” no se inmutaba. En realidad era la cabal representación del ‘cuco’ para los chicos. Vivía en una casita de barro y techo de paja; como todo en él, era distinta a las demás casas, puesto que su forma era circular y muy baja. Esto pudo verificarse cuando el “Tuerto” ya no estaba. Al entrar había un escalón para abajo. Tanto se parecía la casa al dueño que en vez de elevarse hacia el cielo se escondía en las profundidades. Vivía cerca del puente que cruzaba el arroyo por lo tanto si íbamos por allí de pesca, nos desviábamos dando un gran rodeo consecuente con el miedo que despertaba la presencia del “Tuerto”.
Y el viejo Rodil cerraba el trío.
Al parecer había sido un hombre instruido y tal vez de buen pasar, no quedaban dudas que sabía hacer negocios, tanto con lo propio como con lo ajeno. Por otra parte, ladino, no permitía que nadie atravesara su campo para acortar camino. Estaba decididamente en contra de todo lo que significara progreso, y con el correr del tiempo vivía casi como un animal salvaje. A él sí se le conoció familia, o casi familia. Una mujer delgada como un tallo de avena y a la que las malas lenguas le atribuían haber trabajado en un ‘cabaret’ (aunque me pregunto en que lugar cercano pudo haberlo), estaba en la casa que poco a poco se convirtió en parte de un gran cambalacherío, ya que no faltaban a su alrededor partes de arados, sembradoras, gallineros, bebederos, etc. Y no porque se usaran, sino por el afán de amontonar mugre.
Al parecer la poca comidas y los muchos golpes obraron el milagro, y un día llegó un auto con una orden de un juez y se llevaron a la infeliz, de la que jamás volvió a saberse.
Don Rodil siguió su vida sin grandes cambios, solo que en vez de golpear a la mujer, golpeaba a los animales además de tenerlos atados y con poca comida.
Una tarde de otoño, el “Vasco” Cortagerena volvía del almacén, al lado su perrito blanco. Las gallinas que estaban picoteando el pasto cerca de la tranquera del rancho de don Rodil se espantaron, y su dueño, ansioso de entablar una pelea, insultó al “Vasco” y le tiró un latigazo que le rozó la cintura, tirándolo al suelo.
Atinaba a pasar el “Tuerto” en su carrito, y al ver lo que sucedía, pareció agrandarse su figura gris. Gritó para que cesara el brutal castigo que Rodil estaba propinando al “Vasco”; lo que hizo que su fanfarronería aumentara, desafiando también al “Tuerto”. Este sacó de su cinto un cuchillo y lo arrojó con extrema puntería, dándole en el centro del pecho al bravucón que cayó hacia atrás con la incredulidad petrificada en los ojos desaforadamente abiertos.
El “Tuerto”, lentamente acomodó las riendas del carro. Saltó al suelo, y mientras recobraba su cuchillo del cuerpo agonizante, con toda calma dijo una sola vez y con voz muy clara: “Pude perdonarte que me vaciaras un ojo con tus bravuconadas. Pero esto te lo ganaste por el calvario en que convertiste la vida de mi hija que nunca podrá olvidar tus golpes y tus miserias.”
Ayudó al “Vasco” a levantarse, le encargó que le cuidara los perros y la yegua, y al trotecito se fue rumbo a la comisaría.