Cuentos

La Zamba
Por Daniel Omar Peña (Socio A-197) Ensenada

“Lloro amargamente aquel amor adolescente”
“Como pañuelos en la zamba” -decía mi hermana, que era lúcida para el folklore y asistía a cuanta peña se organizara donde fuera-. Se entusiasmaba al ver al viejo Franco y a sus muchachos empujando los arados con el mismo ritmo de los caballos, allá, en el campo de enfrente, que se extiende hasta el río, bordeado de álamos. Ahora es distinto; en ese entonces no estaban los alambrados, ni el caserío que fue avanzando sin pausa con sus antenas y torres y hotel lujoso….. Han pasado muchos años. Sentado en mi silla de hamaca en esta vieja galería, la única parte de la casona que  queda como entonces, trato de escribir sobre aquellos días, aquellas mañanas en que veíamos levantarse el sol -el horizonte era infinito- y volaban las horas  mirando el despertar del campo como si fuera la primera vez que lo veíamos. Podría comenzar mi relato con aquella frase que recuerdo entre tantas: “Como pañuelos en la zamba”. Con eso se refería al lío de gaviotas que sobrevolaban los caballos y las espaldas encorvadas de Franco y sus compañeros. Cuando alguno se detenía por algún motivo, bajaban a tierra y buscaban a picotazos los bichos visibles solo para ellas. Muchas, atrevidas, se posaban en las ancas de los caballos y alargaban los cuellos nerviosos, para alzarse en vuelo rápido cuando los arados se ponían nuevamente en movimiento…Visiones de la niñez que quedan grabadas a fuego. 
Del lado del zanjón, al este, estaba la casona de las “viudas”. Así les decíamos; eran tres solteronas que  criaban pollos y cosían. Mi madre me mandó  a comprar huevos a lo de las viudas. Crucé el campito quebradizo por la escarcha, con las orejas enrojecidas, los dedos duros de apretar el monederito y la canasta y llegué hasta la ventanita de la cocina que daba contra el camino.
“¡Señora Díaz!”— y al rato, contra el vidrio opacado por el tizne, la cara verdosa de la hermana del medio.
“-Pasá nene, ¡Dale que hace frío!”. Al ver la canasta entendió el mandado. “-Esperá un rato que ya traigo del gallinero. Sentate ahí, contra la cocina, estás muerto de frío. ¿Querés cascarilla”?, y después de algunas órdenes apareció Deolinda, la mayor, con un tazón caliente y unas galletas. Había algo en esa casa que me intimidaba, algo tremendo; apenas puedo recordar algo de las conversaciones que se hacían alrededor del fogón precario de mi casa. Hubo un hombre ricachón que pretendía a una de las viudas, pero las otras se opusieron férreamente a la relación y sacaron a la luz andanzas no muy santas del pretendiente que terminó con los pies en la polvorosa. Todo está desdibujado por los años, salvo algún detalle, de esos que quedan grabados qué sé yo por qué en la memoria, como el carruaje en que venía el rico aquel, con las ruedas repintadas de rojo y azul, lustroso y con un farolazo del lado derecho del pescante. Esas cosas.
La del medio apareció con una cacerolita llena de huevos: “-Acá tenés”-me dijo-.
“-Terminá tranquilo la taza. ¿Sabrá tu mamá de la fiesta del sábado en lo de los Carrizo? Cumple años la Filomena” -así decía- “-Va a haber asado y baile, y viene uno que canta, para animar. Decile a tu mamá que si quiere vamos juntas, que pase por acá”.
Era mediodía cuando volví a casa. Ya no hacía frío y sentí un alivio grande al dejar atrás a las tres mujeres que, estaba seguro, reían y hacían comentarios sobre el chico del otro lado del callejón.
Hacia el oeste del campo estaba la granja de los Carrizo. Era un matrimonio algo mayor con tres hijos. La cumpleañera era Filomena, seguía Melina y el menor era Sebastián. Cualquier pretexto era válido para pasar por adelante de la casa, para ver a Melina; cuando a veces me saludaba, yo sentía una alegría indefinible, rara.
Atravesamos el patio de tierra hacia el galpón grande de los Carrizo. Ni padre prefería quedarse en casa.”-No son para mí -decía- esas fiestas llenas de gente”.
Mi madre se adelantaba con paso seguro, seguida por mi hermana, muy endomingada y por mí, saludando conocidas a las que hacía mucho tiempo que no veía, con el consabido:“-¿¡Cómo le va doña X!? ¡Tanto tiempo! ¿Y los chicos? Acá están los míos. Dan gastos nomás”, y cosas por el estilo. Dentro del galpón habían dispuesto los largos tablones enmantelados, rodeados de bancos y cubiertos de platos y botellas. Los invitados se apiñaban alrededor, todo besos y saludos, hasta que entró la cumpleañera con tules y brillos y fue recibida con un aplauso cerrado.
Después del vals y los brindis y los deseos, empezó el baile. Habían traído el tocadiscos del club. Roque, el lechero se dirigió hasta la silla donde mi madre se ponía al tanto con alguna conocida, le ofreció el brazo y allá fueron, a sumarse a las parejas bajo la rueda de faroles y guirnaldas. Mi madre se cubre la boca con el pañuelo bajando los ojos, esquivando el cerco que le hace su compañero, luego lo levanta haciéndolo,  girar vertiginoso, sobre su cabeza para dejarlo caer en picada y ocultarlo tras de su cintura; y son los arrestos, marchas y contramarchas de las parejas, moviéndose como un solo cuerpo. Desde el otro extremo del salón  Melina me hacía señas. Yo no sabía bailar, como en sueño me encontré entre las filas, moviéndome con pasos torpes y espiando lo que hacían los demás.
Pretextando calor cruzamos el patio hacia el aljibe. El cielo se nos venía encima con miles de estrellas. En el galpón otra pieza empujaba a las parejas y algunas como nosotros, buscaban la noche, se perdían entre el claroscuro de los eucaliptos. Me zumbaba la cabeza por los dos vasos de tinto que Julián me pasó de contrabando. Julián era mayor que yo y tenía mi admiración desde aquella vez que le partió la boca al “Sapo”, porque siempre se burlaba de mí cuando lo cruzaba por el callejón. Le rompió la boca; un reconocimiento tosco hacia mi familia, hacia mi madre especialmente, que le regalaba ropa, comida y sé que hasta  a veces, dinero. Julián tenía éxito con las mujeres. En más de un negocio escuché que frecuentaba el conventillo que estaba contra el río. La perdición, la vergüenza, según el comentario de las viejas…pero ese es tema de otra historia.
Me zumbaba la cabeza por el perfume de Melina, por la zamba que escuchaba lejanísima, por los rumores de la noche. Busqué su cintura….
“-¡Despacio que se van a cair n´el pozo!”, fue la voz de Franco que cruzaba el patio a los tumbos, de vuelta hacia el galpón. La fiesta siguió hasta el amanecer. Todos se fueron a dormir, algunos la borrachera, otros, especialmente las viejas, recordando detalles, con tema como para una semana delante de los mostradores. Se deshacen en el aire, las guirnaldas, los faroles, el galpón todo, la zamba. Muchos se fueron a dormir, muchos se fueron como las gaviotas, buscando en otros surcos bichos visibles solo para ellos.
“-¿Porqué no entrás? Ya está haciendo frío”. Mi hermana, apoyada en la baranda mira el terreno de enfrente y me adivina: “-Mejor entrá”, me dice.
“Como pañuelos en la zamba”. Podría comenzar mi relato así. Como las gaviotas que alzan vuelo en un lío de aletazos y se van.